Lucía se había quedado con los pies clavados en el suelo, rodeada de árboles y niños correteando por los alrededores del parque. Tanto el bullicio como la situación la habían superado. Se quitó los auriculares casi movida por la lógica, sin ser dueña de sus movimientos.
– Lucía, pensé que no te encontraría jamás – mencionó con la voz agitada de tanto apresurarse para atraparla.
Frente a ella se encontraba un hombre maduro, de unos cincuenta y cinco años, pelo poblado y moreno con las canas abriéndose paso, vestía un traje gris con la corbata a juego, camisa blanca y gemelos plateados, perfectamente colocados pese a su carrera. También calzaba unos preciosos Clarks negros con cordones, tan brillantes como sus ojos, aunque estos eran verdes.
Se colocó el pelo con sus ágiles dedos largos, cogiendo resuello pero sin dejar de mirar para ella.
– ¿No me vas a decir nada? Llevo meses buscándote – halegó en un tono de casi enfado.
– ¡Mientes, jamás me has buscado! – exclamó Lucía casi sin poder creerse lo que estaba diciendo.
– Hija, ven, tenemos que hablar – dijo echando por tierra las palabras que ella acababa de mencionar. La agarró por el brazo para llevarla hacia él pero esta se resistió.
– No me toques, ni se te ocurra. Ten por seguro que como vuelvas a hacerlo me veré obligada a gritar – anunció casi sin separar los dientes, completamente llena de odio. Su cuerpo permanecía tenso e inmóvil mientras su cabeza le daba mil vueltas.
– Te comportas como una mocosa cuando lo único que quiero es hablar contigo. No me coges el teléfono y no quiero ir a casa y ver a tu madre. Sentémonos en una terraza y tomemos algo, es importante – volvió a insistir, esta vez en un tono más relajado y sosegado.
– Lo que me tengas que decir lo tendrás que hacer aquí mismo, no pienso ir a ningún lado contigo – dijo ella en un tono muy serio y tenso, cruzando sus brazos e intentando aparentar normalidad pero absoluto desacuerdo en mantener una conversación, o algo parecido, con ese hombre.
– Está bien, si eso es lo que quieres… – le respondió, colocando sus manos dentro de los bolsillos de su pantalón, perfectamente planchado e impoluto. – Ya sabes que estoy casado y que tengo un hijo, me he enterado de tu mudanza y todos tus pasos desde que… – continuó relatando como si de un discurso se tratase hasta que ella lo interrumpió.
– ¡No tengo todo el maldito día, vete al grano ya de una vez! – exclamó ella en un tono de lo más exasperante.
– De acuerdo… – dijo él en un suspiro y bajando la mirada como si le dolieran sus palabras – le pagaré a tu madre lo que sea necesario, la empresa está en alza y no me importa el dinero, pero renunciaré a ti. Ha sido una decisión que hemos tomado Sandra y yo… no quiero que nos relacionen contigo ni con tu madre… mi abogado se encargará de todo el papeleo, no apareceré en ningún lado como tu padre.
Sus palabras se le quedaron clavadas como puñales en su cuerpo, ¿cómo podía estar haciéndole tanto daño?… Mil pensamientos recorrieron su cabeza hasta que consiguió decirle algo que le salió desde lo más profundo de su corazón:
– Ni con todo el dinero del mundo podrás pagar todo el daño que nos hiciste a mi madre y a mi, maldito inútil. – Sus palabras le pillaron desprevenido, como un disparo a bocajarro, pero ella continuó en su alegato, cada vez más segura y convencida – por eso no quiero tu asqueroso dinero manchado de sangre – concluyó ella. Se dio la vuelta para marcharse pero, en un acto de reflexión, volvió a girarse y le escupió en la cara tanto como pudo. – Atrévete a jodernos, bastardo, ¡las pagarás todas juntas!
Fue entonces cuando se giró y continuó su camino, sumergida en su música que daba volumen a sus pensamientos. Mientras él sacaba su pañuelo del bolsillo y se limpiaba la cara, maldiciendo en voz alta a su hija mayor y, como no, planeando su próximo ataque.
Mientras caminaba iba pensando en lo importante que es un padre para una hija y se acordó de una foto que su madre siempre le había enseñado, en ella se les ve a los tres en el primer baño de Lucía. La sonrisa de mamá no podía ser más pronunciada, expresaba tanta felicidad que sus ojos se humedecían cada vez que la veía. Pero ahora mismo no recordaba dónde estaría, la mudanza había repartido cosas al azar por toda la casa.
Era una foto preciosa, no cabía duda. Se había conseguido inmortalizar un momento mágico en el que los tres estaban tan unidos, tanto física como emocionalmente.
En el pensamiento de Lucía volaban las ideas, pues sabía que habían sido unos años muy felices para los tres: papá estaba comenzando en la empresa de telecomunicaciones, mamá estaba plenamente enamorada de su hija y de su marido y la pequeña Lucía era la niña más mimada de toda la familia. Todo parecía estar perfectamente planeado para que tuvieran unas vidas llenas de felicidad y momentos por compartir, hasta que todo se truncó.
Aún en el parque…
– Ricardo, soy Vicente Domínguez, creo que tenemos un problema – dijo sosteniendo con fuerza su teléfono móvil de camino al coche. – Te espero donde siempre en diez minutos, es urgente. – Concluyó y colgó inmediatamente.
Continuará…
Ufff…como se pone esto!!!! Engachado a la historia. ..felicidades. ..un saludo
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La historia está que arde, Kike. Parece que van surgiendo más problemas, ya era hora que saliera su pasado y la envolviera.
Estoy segura que quieres que pasen cosas en la historia, que tu cabeza maquina y te surgen dudas, así que te invito a que me escribas a mi e-mail (maricriole@gmail.com). Estaré encantada de leer sugerencias y críticas.
Un beso y gracias de nuevo por tu comentario fiel cada semana.
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