A ti, agricultor

Las metáforas y la realidad.

Quiero que mi alma haga las paces con tu alma
sin que tú te enteres.
Que sea un proceso solo mío y muy interior
para que tú no creas que me afecta
todo el daño que me has infligido.

Mientras tú has creído que todo iba bien,
mi alma se ha dolido de todo
lo que la tuya le ha dañado,
a lo que solo puedo añadir una metáfora:
«quien planta peras, lo hace porque quiere peras,
por lo que no puede esperar que salgan naranjas».

Tú, agricultor de mi corazón,
dejaste secar la tierra cuando tenías que regarla,
solo sembraste dolor cuando tenías que sembrar amor,
no protegiste la siembra cuando venían tempestades,
el invierno y el verano se cebaban conmigo
y tú seguías alardeando con otros de lo buen agricultor que eras
y mirabas para mi, orgulloso, por el árbol que había crecido
sin ser consciente que no estaba ahí por ti
si no para darte una lección de vida
que tú jamás quisiste ver ni aprender.

Tú, agricultor de mi vida,
no te diste cuenta que cuando tú te tumbabas al sol
con tu sombrero cubriendo tu cara,
había otra persona que me regaba a escondidas,
que me hablaba cuando todavía no había salido,
cuando ni siquiera sabía si iba a dar peras o naranjas
pero me regaba y me hablaba para que, fuera lo que fuera,
creciera fuerte y sana.
La misma persona venía cuando saqué mi primera flor
en la primera cosecha
y se alegró por haber sido capaz de presenciarlo.
Desde ese día mis logros
comenzaron a ser los suyos
y desde entonces jamás dejó de regarme,
porque a pesar de sus expectativas,
siempre me quiso por quién era
y no por los frutos que diera,
porque fuesen los que fuesen,
los iba a mimar y disfrutar como la que más.
Cuando venía el invierno me arropaba
y cuando el calor del verano quemaba mis hojas,
buscó ayuda de donde pudo para que jamás me faltara de nada,
tratamientos de hidratación de la tierra para que siguiera creciendo,
agua con más minerales,
incluso no sé cómo pero consiguió una especie de toldo
que me protegía del sol en las horas más fuertes,
me hizo brillar.
Cuando tú presumías de mi arrancándome las hojas para enseñarme,
la otra persona me acariciaba para que volviese a sacar
lo que tú me habías arrancado,
me hablaba para que me regenerase
y me secaba la savia.

Tú, agricultor, jamás has sido mi agricultor,
solo has sido mi torturador,
el que olvida regar su planta,
el que está constantemente comparando
lo que tiene
con otras plantas de invernadero,
el que no controla las plagas
ni jamás me podó,
pero sí que achacaba su falta de conocimientos para hacerlo
y consiguió escudarse en eso durante décadas.
Pero ya no, señor,
ya soy libre
y tengo demasiados anillos en mi tronco
como para que venga a contarme las hojas.

Solo puedo darle las gracias
por jamás haberme regado,
porque gracias a eso he comprendido
que mi semilla jamás hubiese dado fruto sin su efecto,
pero que lo que verdaderamente obliga a nacer algo
no es la semilla,
si no los cuidados que a esta se le de,
y en eso,
usted no ha tenido nada que ver.
También me ha hecho comprender
que yo no merecía un agricultor tan poco dado, experimentado, sensibilizado con la causa,
pero que mucho menos usted
merecía llenarse la boca con mi fruto,
porque si de mi dependiera,
los que se hubiera tenido que llevar a la boca,
los hubiese vuelto amargos
para que se retorciese por dentro.

Y no crea que no me duele espetarle toda esta realidad,
puesto que sé que ni aún así lo va a comprender.

Soy quien soy
y no es gracias a ti.

Quizá con una metáfora llegue a comprender,
por eso de las parábolas con las que me explicaba
que las personas tenemos que ser buenas y nos irá bien.
Qué curioso, ahora que lo pienso,
que sea el lobo quien le lea cuentos a las ovejas.

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