Nadie ha hecho nada a la primera
y si lo ha hecho,
no ha estado tan bien como otra
que lo ha hecho errando por el camino,
tropiezo tras tropiezo
aprendiendo en cada caída.
¿Por qué discutimos si no vamos a cambiar el mundo?
¿Por qué discutimos si nos vamos a casar de todas maneras dentro de unos años?
¿Por qué discutimos por el pasado si ya nadie va a poder cambiarlo?
¿Por qué discutimos por el futuro si ya Dios dirá lo que pasará y el destino lo ratificará?
¿Por qué no nos limitamos a revolcarnos por la alfombra y a disfrutar de cada beso, cada caricia y cada paso que damos día tras día?
Yo soy de gustos sencillos, me conformo con tus sonrisas, un par de palabras colocadas a la perfección y un susurro que las dibuje diciendo: «te quiero».
Tu cuerpo es la fiesta a la que nadie me invitó pero a la que, aún así, acudí y hoy día no me arrepiento de pasar un minuto a tu lado.
Tú sabes tan bien como yo que es mejor quitar botones que ponerlos.
Mentiría si dijera que ya no te deseo, pero no te deseo de la misma manera.
Tu cuerpo es mi templo y yo soy una peregrina, una fiel peregrina a la que acoges en las noches de frío para hacer más cálida la estancia y la supervivencia, quizá por eso te quiero, porque te respeto con tus frescos en la pared, tus esquinas desgastadas, tus rincones oscuros y tu precioso ventanal que ilumina todo el interior. Quizá por eso también te quiero, porque ya no sabría a dónde acudir si no conquistara tu piel cada día con caricias, confianza y paciencia.
Te recorrería mil veces bajo un cielo estrellado y cada una de esas veces encontraría un nuevo poro que me sorprendiera y me enamorara un poco más de ti.
Eres absolutamente perfecto con tus silencios y absolutamente imperfecto con tus palabras pero, aún así, me muero de ganas por poseerte cada día y me muero por ti.
Estoy absolutamente loca por ti.
Estoy loca por ti.
Somos tan absolutamente afortunados de tenernos el uno al otro,
que podría morir segura permaneciendo clavada en tus ojos.