– Parece mentira, parece que fue ayer cuando nació Nora y ya hoy cumple cuatro años – alegó Alba en voz alta, con el corazón cargado de emoción.  
– Cariño, a mi también me parecía muy rápido cuando eras pequeña, pero nos acabamos acostumbrando – respondió su madre en un tono sereno y alegre, aunque cargado de nostalgia.

Tanto la madre como la hija habían comprobado cómo el sentido de la vida, sus circunstancias y ocasiones, nos golpean día tras día en un fatídico vaivén que nos mece… a veces nos mece y otras nos golpea.

La celebración transcurría con una alegría desbordante: Nora estaba preciosa con su falda de pana morada, sus leotardos y botas a juego con el lazo que le cubría la cabeza en forma de diadema y forrada para no enfadar a mamá y no coger frío; sus amiguitos y compañeros de clase no paraban de correr por la calle y reír a carcajadas mientras jugaban al escondite, la música sonaba en el interior del garaje de casa de los padres de Alba y los mayores se encontraban en la entrada del mismo haciendo una barbacoa con chorizos, carne y pimientos asados. Entre ellos se encontraba él… es decir… yo, Lucio.

La estampa es preciosa pero no puedo estar más triste, esta debería ser mi vida, Nora debería ser mi hija, Alba debería estar casada conmigo y yo sería el que debería estar haciendo esta barbacoa en familia por el cumpleaños de mi hija. ¿Qué ha pasado para que no fuera así? ¿Qué he hecho mal en mi vida para que no se haya dado esa situación?

Un sonido ensordecedor interrumpe mis opacos pensamientos y giro la cabeza hacia los niños, el tiempo se detiene y puedo observar como todos los adultos asistentes al evento se percatan de tal situación con caras descompuestas, Alba echa a correr y detrás va él, su «perfecto maridito»… Vuelco la cara hacia su urgencia tan imperante y veo a Nora en el suelo. Es Nora. ¡¡Es Nora!!

Continuará…