¿Recuerdas esas tardes que pasábamos juntos?
¿Recuerdas cuando no había nada que importara más que nuestra alegría y cuando nada se escuchaba más que nuestras risas allá a donde fuésemos?
Particularmente, yo no puedo olvidar nada de eso.
Para mi eras como el hogar, como el Sol para la Luna,
un planeta prohibido al que, si me acercaba mucho, corría el riesgo de quemarme pero que, si me alejaba mucho, corría el riesgo de morir de frío.
El frío de la soledad sin ti era algo que no había experimentado, pero que tampoco me apetecía comprobar, pues pensaba que no podría soportarlo.
Mientras tanto disfrutaba de nuestros ratos, nuestros abrazos, miradas cómplices, sonrisas, cenas a las once de la noche, desayunos ya entrado el día y cientos de excusas más que poníamos para vernos y pasar un rato juntos.
Parecía que todo se paraba, que el mundo no seguía girando porque nosotros estábamos ocupando todo el espacio y gastando toda la energía del resto de personas que cohabitaban a nuestro alrededor, sin apenas darnos cuenta.
Tu risa era pura poesía y tus ojos podían reflectar cualquier intensidad de luz que, al verte, parecía estar escuchando mi canción preferida. Aún así no me daba cuenta de lo que me pasaba al estar a tu lado, pues ya me parecía algo normal y pensaba que a ti te pasaría lo mismo, esa sensación de plenitud y encontrarte extasiado a la vez… era fascinante.
Claro que ya todo eso ha pasado, pues ahora sí que he comprobado el frío de la soledad, el frío de estar sin ti.
Hoy te anhelo, a ti y a nuestros recuerdos, a nuestros cientos de momentos que para mi fueron la mitad de un tercio de lo que me hubiese gustado compartir a tu lado. Claro que el amor se trata de dos, de partes iguales y con sentido, con una única unión entre ambas que permite que el ciclo de la relación tenga sentido, sea cual sea y vaya hacia donde vaya.
Hoy por hoy, desde aquí, el rincón donde me encuentre, te mando un mensaje:
«aún te sigo esperando y si lo hago es porque te quiero, como una loca».