
Anoche me encontré contigo después de casi diez años…
La vida ha dado muchas vueltas desde entonces
y evidentemente ya no somos los mismos,
qué suerte por éste hecho.
La sorpresa no fue para mi sino más bien al contrario,
dado que fui yo la que propicié el encuentro
acudiendo a cenar a tu restaurante.
Pagaría por haber enmarcado la cara que se te quedó
al verme aparecer por esa puerta:
descolocado, shockeado, descompuesto…
Después de tantos años
estuviste toda la cena pendiente de mi:
si me gustaba la cena,
si estaba todo a mi gusto,
si quería otra caña para beber,
me preguntaste dónde vivía ahora,
a duras penas y tras removerte nervioso el pelo
confirmaste que llevabas tres años viviendo con tu nueva ella,
y a cada cosa que te decía
te removías las manos con nerviosismo,
algo absolutamente impropio de ti.
Al terminar una de mis batallas internas más personales,
de esas que se te quedan clavadas como una espina muy adentro,
me sentí invencible pero con cierta sensación de rencor aún dentro
por no haberte podido decir lo que llevo años queriendo que sepas:
en primer lugar, como no puede ser de otra manera,
insultarte con todo lo que se me venga a la boca
por haberme roto el corazón tan duramente,
y seguidamente explicarte que en todas las historias
ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos,
que yo también me equivoqué en nuestra relación
y que lamento profundamente que nunca lo hayas sabido.
Sentí rabia, no lo negaré,
pero también sentí una especie de alivio
por haberme reconciliado con esa parte de mi
que todavía tenía nuestra historia entreabierta
quemándome desde algún lugar de mi interior.
Lamento que hayamos estado tantos años sin hablarnos,
pero ni el paso de los años
ha conseguido que logre cerrar la herida
y solo he podido acercarme a ti
cuando he estado preparada.