Suena el timbre de llamada
y quedo a la espera que se abra la puerta para poder pasar,
no sin antes esperar a que esté disponible
para poder acceder al cubículo.
Allí estás tú mirándome entrar,
después de tanto haber soñado con ese momento.
Cierro la puerta tras de mi
mientras me quedo semiagachada por no caber completamente erguida
y justo cuando gesticulas con la mano
que me puedo sentar en el asiento libre,
me acomodo en el asiento a la vez que me acerco a ti,
sujeto tu corbata y te atraigo hasta mi
sonriéndote por fin a dos centímetros de tu respiración,
pero solamente me limito a respirar el aire de tu sonrisa
cargada del miedo que te caracteriza cuando estoy cerca,
ese que no sé muy bien porqué tienes,
si es producto de ser mi presa
o de que tu seas la mía.
En el lapso de tiempo que pasa entre que nos miramos
y nos sonreímos como si ya nos estuviéramos comiendo a besos,
te pregunto un escueto «¿puedo?»,
a lo que respondes «¿tengo que responderte?»
e inmediatamente después apartas el micrófono de tu comisura,
sujetas mi cara
y te fundes en mi boca
en un gesto más que estudiado.
No sabría explicar con exactitud
la cantidad de sensaciones, emociones y sentimientos que me provoca ese momento,
por haber sido presa de la pérdida del espacio tiempo,
con un vago recuerdo de haber escuchado en algún momento
mensajes provenientes de alguna torre de control cercana y tráficos cercanos,
aunque no lo suficiente para comprobar
algo que era la primera vez que estaba sucediendo en esa cabina.
Solo sé que cuando sonó nuevamente la llamada,
nos separamos de un brinco
y nos dimos cuenta del ensimismamiento del que habíamos sido víctimas.
En ese momento sentí todo el rubor recorrer mis mejillas,
cómo las piernas me flaqueaban al levantarme del asiento
y la perenne sonrisa que se me había quedado,
acompañada de un brillo en los ojos que incluso yo podía notar.
«No tardes tanto en volver» – me dijo.
«Hasta la siguiente, primer oficial» – respondí.
6/2022.